por Redacción de El Diario del Lunes
Era una tarde calurosa de este diciembre. Estaba parado sobre la Ruta 7 -y Ramón Hernández-, en Junín. El tráfico lento, con varios camiones por delante, y el sol reflejándose en el asfalto hacían que los minutos en el semáforo parecieran horas.
A mí lado, sentada en su moto 110 cc, una mujer miró hacia atrás, donde sus dos hijos se aferraban con fuerza a ella. Esta motociclista parecía no ser ajena a la lucha. Esa tarde, como casi todos los días, vendría de recoger a los chicos de la escuela y se dirigirían hacía casa para cerrar el día.
En el semáforo, un joven limpiavidrios recorría los autos. La camiseta, húmeda de sudor, revelaba una jornada larga y pesada. Se acercó al auto de adelante y, tras un breve intercambio, siguió su camino hacia el mío y le pedí que despejara la suciedad del parabrisas que cargaba desde hacía días.
En ese entonces, la mujer lo miró, intentando no hacer contacto visual, pero algo en su mirada la detuvo. Él no le iba a preguntar nada. Después de todo, ¿quién limpiaría el parabrisas de una moto?
Cuando el joven pasó a su lado, la madre de los pequeños alzó la voz. “¡Ey, esperá!”, dijo. El trabajador, sorprendido, se detuvo. Ella sacó un billete arrugado del bolsillo de su pantalón, se lo dio a uno de sus hijos y este se lo entregó al trabajador del semáforo de la calzada nacional bioceánica, por la cual circulan miles de vehículos diarios, cada cual, probablemente, con una historia diferente que contar en esos 60 segundos que pasan detenidos esperando que la luz se ponga en verde.
El "laburante" tomó el dinero con una sonrisa tímida y un "gracias" casi susurrado. La mujer sintió una mezcla de satisfacción y melancolía. No le sobraba nada, pero tampoco le gustaba la idea de ignorar a alguien que claramente estaba luchando tanto como ella.
El semáforo cambió a verde, y la motociclista aceleró suavemente, dejando atrás el cruce, con destino al oeste hacia donde, también, se dirigía el sol para ocultarse hasta el próximo día.
Mientras el viento despeinaba a los chicos y la moto rugía por la ruta, seguramente pensó en lo irónico de la situación: sin parabrisas y con apenas lo justo en los bolsillos, ella contaba con algo que no podía faltar en su vida, ni en la de sus hijos, ni en la de aquel joven: humanidad.