por Agustín Panizza
Esta semana, en medio de una rutina simple —comprar unos bizcochos en una panadería céntrica de Junín— me atravesó una escena que aún no puedo soltar. Ya estaba por pagar cuando entró un chico, un nene, un menor de edad, con la mirada perdida y una tristeza quieta en los ojos. No saludó, no pidió permiso, no dio vueltas: se acercó derecho hacia mí y me preguntó si le podía comprar algo para comer. No pedía plata. No quería dinero. Quería comida. Tenía hambre.
Llevaba una bolsita de nylon con varios pares de medias, que ofrecía a cambio. Pero ni el trueque parecía importarle demasiado, ya que lo que deseaba estaba claro. Señaló un sándwich de milanesa que descansaba en el mostrador, y yo lo seguí con la vista, sin reaccionar.
Fue mi pareja, que estaba a mi lado, quien actuó. Tomó el sándwich y se lo llevó a la cajera. Le pidió, además, que lo calentara. Hacía frío y era de noche. Y ese chico merecía comer algo calentito, como cualquier otro chico que, con otras posibilidades, a esa hora estaría cenando con su familia.
Yo me sentí paralizado. No supe qué hacer, cómo actuar. Me costó ponerme rápido del lado de ese pibe, de su necesidad urgente. Me dolió no haber reaccionado antes. La escena me sacudió, me emocionó, me entristeció.
Intenté hablarle, cruzar aunque sea unas palabras. Pero el hambre no lo dejaba. No quería hablarme. Solo quería comer. Su necesidad era tan concreta como brutal. Algo tan simple para muchos, algo complicado para otros.
Y como cualquier niño, después del plato principal vendría el antojo: una galletita azucarada. La tomó, y la pagó con un manojo de billetes de 20 pesos. Esos billetes que ya casi no circulan, que la inflación volvió papel pintado, pero que todavía hay quienes reparten con culpa o con desprecio, como si quienes no les queda otra que vivir en y de la calle solo merecieran las sobras, las monedas, las migajas.
Ahí pude aportar algo más. Me quedaba un billete de 500 pesos, y con eso logramos cubrir el total de la galletita. Lo justo para que ese chico se fuera con la panza un poco más llena y, quizás, el corazón contento.
“Nadie se salva solo”, “Pobreza y dolor solo trajo el progreso” o “Si a uno le falta es porque a otro le sobra” son frases que deberían tascender las canciones o series en las que se pronuncian. Porque todos, absolutamente todos, somos hijos de esta tierra y merecemos vivir sin desigualdad y con las mismas posibilidades en el “sistema”.
Hoy, ese nene con hambre y dignidad me dio una lección. Ojalá nos alcance a todos.
Porque la pobreza no se soluciona solamente con comedores y merenderos que son los que le ponen el pecho a las balas, ante la ausencia del Estado y de los gobernantes. Eso es apenas un parche en un sistema que no deja elegir. Lo verdaderamente justo sería que cada niño, cada familia, tuviera acceso a una vida digna: elegir qué comer, cuándo comer, cocinar su propia comida en su propia casa. Elegir, ni más ni menos. Tener opciones reales o tener un pedazo de tierra para producir sus alimentos. Tener libertad.
Pero vivimos en un mundo donde el egoísmo se disfraza de mérito, y la indiferencia se normaliza. Donde el dolor ajeno solo duele cuando se vuelve personal. Nos falta humanidad. Nos sobra indiferencia.
Hoy está en boca de todos hablar de meritocracia, como si cada uno fuera responsable al cien por ciento de su destino o su situación económica. Pero yo me pregunto: ¿qué posibilidad de estudiar o aprender tiene un niño de once años si no le queda otra que salir a vender medias para comer y vivir? ¿En qué momento puede sentarse? ¿Cómo podría concentrarse si con hambre no se puede pensar?
Y entonces uno se pregunta: ¿qué es realmente la civilización? ¿Un sistema que permite que un chico tenga que vender medias para poder comerse un sándwich? ¿Uno que garantiza que nadie tenga hambre y que todos tengan un trabajo? ¿O uno que se encarga de medir a la pobreza con un número?
El mundo duele. Y quizás, reconocerlo, sea el primer paso para cambiarlo.