por Agustín Panizza
Después del molesto paso de los plátanos —esa temporada de estornudos, ojos rojos y calles cubiertas de pelusa— llegan noviembre y diciembre como un regalo. La ciudad respira distinto. Los tilos florecen y, de repente, un perfume dulce y suave se cuela entre las veredas, se queda en las remeras, en el pelo, y activa un sinfín de recuerdos que parecían dormidos.
Es un aroma que acompaña el calor y el cielo azul, pero también anuncia que el año se va terminando, que las fiestas del 24 y 31 ya asoman con su mezcla de alegría, nostalgias, balances y brindis alrededor de una mesa familiar. Es la antesala del verano, de las valijas listas para las vacaciones, de las noches más largas y de la ciudad con otro ritmo.
“Dónde estarán ahora los olores que nos supieron liberar”, canta Manuel Moretti con Estelares. Quizás la respuesta esté acá mismo, en Junín, cada vez que los tilos decidieron florecer como una postal viva de la infancia. Los olores nos devuelven lugares, la casa de los abuelos, el patio lleno de jazmines, la siesta obligada y eterna… O ese barrio donde aprendimos a andar en bici.
En Villa Belgrano, por ejemplo, basta caminar unos metros para que la memoria haga de las suyas: la heladería El Portal que marcó tantos veranos, el kiosco de Blanca donde comprábamos figuritas, la pizzería Tomino que servía felicidad en porciones, la plaza con juegos de hierro ardiente al sol, la Escuela 18 cerrando el año con actos y diplomas. Todo eso —aunque cambie— vuelve cuando el tilo vuelve.
Y si uno toma avenida San Martín, el viaje sensorial continúa. Desde las puertas del Normal y el Nacional hasta la gran rotonda de República, el perfume acompaña historias de generaciones:
La calesita “Pluma pluma” girando al compás del verano, los cucuruchos de Bambi derritiéndose más rápido que nosotros, los bulevares que eran pistas de carreras imaginarias, los carritos a bolilleros haciendo susurrar las veredas, el patinódromo como templo de libertades adolescentes, La Cuesta de Sáenz Peña y la Plaza de los Niños con subibajas que parecían llegar al cielo.
Incluso en la Plaza 25 de Mayo —aunque hace años los tilos originales fueron reemplazados— la memoria persiste. Allí, tras una salida del mítico Cine San Carlos o luego de una porción en Ribas, el aire sabía a fiesta, a reencuentros, a Navidad acercándose sin prisa pero sin pausa.
Hoy, mientras las flores vuelven a brotar y Junín se llena otra vez de ese aroma inconfundible, cada vecino guarda su propia historia perfumada. Los tilos florecen… y nuestra memoria también.
Porque hay olores que no se olvidan. Solo esperan noviembre para volver a ser parte de nosotros.